A modo de introducción, afirmamos que el triunfo categórico de las armas nacionales contra el Imperio del Brasil entre 1825 y 1828 muy pocos beneficios le reportó a la Patria. Primero, porque tras la finalización de la guerra, una caterva de infames delincuentes tales como Oribe, Lavalleja y Frutos (o Fructuoso) Rivera, entre otros, nada hizo por unificar definitivamente la Banda Oriental al territorio de las Provincias Unidas del Río de la Plata, naciendo, en tal caso, un nuevo estado soberano bajo el amparo inglés (Uruguay). Segundo, porque varios años más tarde, y gracias al traidor entrerriano Justo José de Urquiza, las tropas brasileñas que desfilaron el 20 de febrero de 1852 ante el pueblo de Buenos Aires vengaron el traspié de la batalla de Ituzaingó. Entonces, la pérdida territorial y la derrota diplomática han sido herencias malditas de aquél heroico día del 28 de agosto de 1828 en que, por las armas, se decretó oficialmente como el del triunfo nacional por sobre los brasileños.
Antes de dar comienzo a la parte principal de este posteo, anotaremos algunas cosas de Manuel Oribe. Fue un distinguido lugarteniente del general José Gervasio Artigas en los albores de las invasiones portuguesas a la provincia de la Banda Oriental, hasta el año 1817 en que abandona las filas artiguistas y lo deja desamparado al Protector de los Pueblos Libres. Fue partícipe de la Guerra contra el Brasil y, tiempo después, el principal aliado de don Juan Manuel de Rosas en su lucha contra los unitarios salvajes y sus aliados franceses e ingleses. En esta etapa de afirmación y aparente triunfo del ideario federal en Sudamérica, Oribe, no obstante, traiciona vilmente a Rosas en octubre de 1851 cuando, previo soborno brasileño, se rinde ante Urquiza sin pelear, entregándole la plaza de Uruguay.
Pero hay un dato más que muchos ignoran de Oribe. En la obra "La Masonería en la Argentina a través de sus hombres" de Alcibíades Lappas, Primera Edición, Octubre 1958, página 297, se lee:
"ORIBE, Manuel (1792-1857). Militar uruguayo (...) Según el general Tomás de Iriarte, Oribe fue incorporado en 1819 a la L. Caballeros Orientales. El 15/4/1833 aparece incorporado a la L. Asilo de la Virtud N°127, de Montevideo".
Oribe fue masón. Es más, la Logia Caballeros Orientales fue la que aportó la mayor cantidad de hombres que protagonizaron "Los 33 Orientales" en 1825. No por nada se identifica al conjunto de hechos que determinó la "soberanía" de la Banda Oriental con el número 33, la misma cantidad de grados masónicos del Rito Escocés Antiguo y Aceptado. Y los masones fueron, son y serán enemigos a muerte del catolicismo y la soberanía, no lo olvidemos.
LAS CHARRETERAS DEL GENERAL ORIBE
Como quiera que sea, trajimos a colación la Guerra contra el Imperio del Brasil -y dentro de ella, la batalla de Ituzaingó- y a Manuel Oribe, porque en esta oportunidad rescatamos una vieja nota que los relaciona. Se trata de la revisión de ciertos episodios que tuvieron lugar en los campos de Ituzaingó, los cuales, pese a ser hechos más bien infundados, pasaron a la posteridad como meras "verdades" infundadas. Algo así como casi toda la historia argentina, donde los miserables fueron hechos "próceres", y los patriotas simples "tiranos" o "retrógrados".
La publicación pertenece al diario "El Debate", viejo órgano oficial del Partido Blanco de la República Oriental del Uruguay, del 21 de junio de 1945. La firma Carlos M. Ramírez y dice así:
"LAS CHARRETERAS DE ORIBE EN LA BATALLA DE ITUZAINGO
(...)
II
Entre los episodios que la tradición ha perpetuado se cuenta el de las charreteras de Oribe. Comandaba don Manuel el Regimiento N° 9. Se le ordena llevar la carga a las masas imponentes de la línea brasilera y lo hace con su habitual bravura; pero su esfuerzo es impotente; el regimiento sale rechazado y deshecho; el desbande parece inevitable, y para conjurarlo el coronel Oribe se arranca sus charreteras, apostrofa a los soldados diciéndoles que con su actitud deshonran aquellas insignias, y con esta actitud dramática rehace la moral de su regimiento, lo reorganiza y lo conduce de nuevo al combate. Este es el fondo de la leyenda popular; esto es lo que hemos oído cien veces a muchos de los que hemos interrogado a nuestros mayores sobre los días de las grandes luchas; esto es lo que han repetido siempre los viejos partidarios del general Oribe, y no solo ellos, sino también otros que execraban las crueldades de la campaña de las provincias argentinas y la abyecta alianza con la tiranía de Rosas, pero que no se ofuscaban hasta el punto de desconocer los eminentes méritos militares de aquel jefe.
Este episodio, ¿es también pura invención de las leyendas populares? Así lo sostiene el doctor Luis Melián Lafinur, en una larga nota de su reciente opúsculo sobre los Treinta y Tres. Va más allá el ilustrado escritor. Lo califica de patraña, inventada por don José Pedro Pintos, en 1859, después de muerto Oribe, y acogida sin discernimiento por el espíritu de partido en estos últimos tiempos, cuando ya han desaparecido todos los campeones de Ituzaingó.
Sobre esa base, es decir, que la leyenda arranca de fecha reciente y tiene móviles interesados, desenvuelve el doctor Melián Lafinur una argumentación erudita e ingeniosa. Desde luego, el móvil de sus negociaciones es altamente patriótico. Juzga que la torpísima invención denigra al Regimiento N° 9, cuyos valientes no desmerecieron en Ituzaingó del renombre que habían alcanzado en otros muchos combates. Invoca el silencio que guardan los documentos oficiales, y aún las memorias privadas que se han publicado sobre un episodio que daría al general Oribe un relieve excepcional en la jornada del 20 de Febrero de 1827. Concluye, por último, que mal puede haber charreteras arrancadas en Ituzaingó, cuando ni Oribe ni nadie las llevaba en el campo de batalla, ni es presumible que las tuviese en su ligero bagaje de jefe de caballería.
En toda leyenda que muere, hay un pedazo de corazón arrancado al pueblo que ha creído en ella. ¿Bastan las pruebas elocuentemente acumuladas por el doctor Melián Lafinur para matar la leyenda de las charreteras de Oribe? Pensamos que no, y vamos a dar el fundamento de nuestras opiniones.
III
No será difícil demostrar que según la tradición oral el ejército republicano entró en batalla con traje de gran parada. Esto se verá más adelante comprobado por algunas de nuestras referencias. Reconocemos, sin embargo, que eso no puede ser exacto, si ha de entenderse que todos los cuerpos lucían uniformes parecidos a los que llevan nuestras tropas en las revistas del 25 de Agosto.
Alvear reunió en el Arroyo Grande un ejército de exterioridades brillantes. En la Memoria Póstuma del sargento mayor Arrieta, escrita con suma ingenuidad, se lee lo siguiente: "Emprendimos la marcha para el Arroyo Grande, que era el punto donde estaba situado el cuartel general y acampado el ejército. Éste estaba hermosísimo, su fuerza considerable, bien vestida, armados y puntualmente pagados. El ejército estaba lucidísimo, y su columna de caballería ha sido la más numerosa y brillante que había visto la América del Sur desde que dió el grito de independencia hasta aquella fecha. El tren de artillería, parque, fraguas volantes, y demás pertrechos, concernientes a esta arma, era tan admirable su número cuanto la bella disposición con que todo estaba ordenado y previsto. Puedo asegurar que hasta entonces no había visto tropas en mejor pié de arreglo que estas".
Seguramente, si la batalla se hubiese dado en el Arroyo Grande, en Diciembre de 1826, poca amplificación habría habido al decir que el ejército republicano combatió vestido de gala; pero, dos largos meses de marcha por caminos casi inaccesibles, lejos de todo recurso, en el rigor del verano y bajo lluvias torrenciales, destruyeron la paquetería del ejército, y cuando éste llegó a Bagé tenía más bien que el ilustre descrito por el mayor Arrieta el estado harapiento de los ejércitos franceses de 1793. En Bagé y San Gabriel, se apoderó el general Alvear de los depósitos brasileros, y con esto atenuó mucho el ejército la miseria en que se encontraba.
Gran número de soldados y muchos oficiales, llevaban en Ituzaingó trajes e insignias del Brasil, tomados en aquellos depósitos. Sin embargo, con girones de uniformes patrios y despojos de uniformes extranjeros, no era posible dar al ejército republicano completo aspecto de tropas vestidas de gran parada. Algo hay, pues, de falsa leyenda, en la creencia popular, y sobre este punto aceptamos en parte las opiniones del doctor Melián Lafinur, que él confirma en su opúsculo con citas muy oportunas.
El ejército -es decir todos sus cuerpos de infantería, artillería y caballería, habiendo en ésta muchos de milicias campesinas-, no podía estar correctamente vestidos de gala; admitimos esto, aunque la tradición diga lo contrario, pero ¿se deduce de ahí que los jefes no podían ostentar en la batalla el uniforme lujoso que para ese día hubiesen reservado?
Entre esos jefes estaban Lavalle, Brandzen (sic), Garzón, Alegre, Olavarría, Pacheco, Zufriateguy, los Olazábal, los Oribe y otros que por razón de escuela militar y de origen social tenían el hábito y el gusto de los uniformes de lujo. Que los llevaban en su bagaje al empezar la campaña, no puede ser dudoso, y tampoco debe dudarse de que les fué posible conservarlos, porque las penurias que destruyen el uniforme del soldado nada tienen que ver con el equipaje del jefe. Hasta en nuestras últimas guerras civiles, en medio de los mayores apremios, nuestros jefes de buen tono sabían guardar y reservar prendas vistosas para un día de pelea.
El doctor Melián Lafinur reputa imposible que el general Alvear permitiese a los jefes poner en contraste el lujo deslumbrador de sus uniformes con los andrajos que vestían los soldados. Nos permitiremos disentir. Alvear era impresionista, aparatoso, de imaginación ardiente, muy conocedor de los resortes que mueven el corazón de las grandes masas.
En el campamento, en las marchas, puede ser mortificante para el soldado comparar su pobreza con la ostentación de sus jefes; pero no sucede lo mismo cuando se va a entrar en combate. En ese momento, el jefe que se engalana, que se hace distinguir por insignias y colores brillantes, aumenta deliberadamente los riesgos de su vida, ofreciendo mejor blanco a los fuegos del enemigo y señalando su propia persona como buena presa para el caso de un contraste. Los soldados ven eso con placer, y dan alas al cariño y la confianza que les inspiran sus jefes.
Viñeta del coronel Federico Brandsen, de 1827, el mismo año de su muerte en la batalla de Ituzaingó. En la imagen se observa la misma vestimenta que tenía puesta al momento de caer por la munición brasileña: uniforme de gala, con sus condecoraciones e insignias. Así como él habría luchado el coronel Manuel Oribe, también en Ituzaingó.
Volviendo al ejemplo que antes evocamos de los ejércitos de 1793, podemos recordar que al frente de aquellos soldados descalzos y casi desnudos iban los generales y los comisionados de la Convención General, con sus sombreros adornados de grandes plumas y sus anchas fajas tricolores de riquísima seda. Nadie les tenía envidia a no ser por la preeminencia del peligro y la honrosa ostentación del heroísmo.
Creemos, pues, perfectamente explicable que en la batalla de Ituzaingó el ejército republicano se vistiese lo mejor que pudo, aunque no pudo quedar vestido de gran parada y que los jefes habituados a llevar uniforme de gala aprovechasen la ocasión de lucirlo en una jornada que ellos sabían bien que viviría en la memoria de los hombres por los siglos de los siglos, porque era el duelo de dos razas y dos principios políticos en el escenario de América.
El coronel don Pedro Lacasa, ayudante de Lavalle, que recogió durante largos años sus confidencias militares y escribió su biografía, dice en el relato de la batalla de Ituzaingó:
"En aquellos momentos solemnes, Alvear seguido de su lujoso estado mayor recorría la línea proclamando los cuerpos con su palabra elocuente y arrancando vivas a la patria y la nación".
También nuestro erudito compatriota don Clemente L. Fregueiro, que ha escrito sobre la batalla un extenso estudio, lleno de buenas informaciones, entre las cuales descuella el diario que llevaba Brandzen (sic) hasta pocas horas antes de morir, dice textualmente al narrar su heroica muerte: "Un momento después dos balas le atravesaron el pecho, sin derribarlo. Avanzó sin ebargo, tan impávido como al principio; pero recibe nuevas heridas y cae muerto, vestido de gran parada, cubierto con todas las insignias de su clase y con todas las condecoraciones americanas y europeas que había ganado en sus campañas".
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