Famosa pintura que muestra el momento en que es atrapado el general José María Paz, en la provincia de Córdoba. La imagen tiene un realismo magistral, que va desde la resignada actitud del unitario capturado, el caballo enredado y furioso por el tiro de bolas del gaucho Zeballos, el cuerpo inerte del teniente Arana y por la caballería federal que lo apunta a Paz con sus armas y sables de forma amenazante.
Muy difícil resulta encontrar datos biográficos precisos sobre los soldados gauchos federales que se batieron contra las fuerzas unitarias en el siglo XIX. Ellos fueron los que pusieron el pecho a las balas, los primeros en padecer el rigor de la derrota y los últimos en tener el reconocimiento del triunfo, solamente reservado a los jefes u oficiales que los mandaban.
Apenas el relato romántico y licencioso los ha salvado de la sombra póstuma, pero el mismo les ha quitado cierta veracidad. ¿Por qué habría de sostenerse que Juan Bautista Cabral fue “sargento” cuando en verdad era un simple soldado moreno que se jugó por su jefe, el general José de San Martín, en la batalla de San Lorenzo en 1813? ¿Quién se acuerda del gaucho miliciano Lorenzo López que salvó la vida de Juan Martín de Pueyrredón cuando las Invasiones Inglesas, en la batalla de Perdriel? ¿Y de los que niegan la existencia real del negro “Falucho”, al que quieren hacer pasar como un personaje mítico en el relato de los combates patrios? Parece una verdad de Perogrullo: el soldado fue solamente ‘carne de cañón’…y nada más.
En la época de Rosas, y hay que decirlo, muy pocos milicianos y soldados fueron considerados por sus superiores y por lo que han hecho. Francisco Zeballos, el captor del general unitario José María Paz fue, por esta extraordinaria acción, uno de ellos. Sin embargo, no hay certezas sobre su fecha de nacimiento, ni en qué momento decidió tomar el camino de las armas, como tampoco se sabe nada acerca de su familia o de su lugar de origen.
El tiro de boleadoras que le propinó a Paz el 10 de mayo de 1831, en el paraje El Tío, provincia de Córdoba, es la única referencia que encontramos de este gaucho que modificó, con un acto campestre y criollísimo, buena parte de los acontecimientos políticos de la primera mitad del siglo XIX. Mereció la prisión del “manco” Paz el festejo en la ciudad de Buenos Aires, metrópoli que, teñida de color punzó, hizo numerosas y vivas demostraciones de fervor y alegría. Tanto fue así que, en la Catedral metropolitana, en la misa celebrada el 3 de febrero de 1832, algunos hombres porteños comenzaron a lucir el cintillo federal en sus pechos, dando el fundamento necesario para que Juan Manuel de Rosas, ese mismo día, firme un decreto obligando su uso en pos de la causa del orden y el patriotismo.
Apenas el relato romántico y licencioso los ha salvado de la sombra póstuma, pero el mismo les ha quitado cierta veracidad. ¿Por qué habría de sostenerse que Juan Bautista Cabral fue “sargento” cuando en verdad era un simple soldado moreno que se jugó por su jefe, el general José de San Martín, en la batalla de San Lorenzo en 1813? ¿Quién se acuerda del gaucho miliciano Lorenzo López que salvó la vida de Juan Martín de Pueyrredón cuando las Invasiones Inglesas, en la batalla de Perdriel? ¿Y de los que niegan la existencia real del negro “Falucho”, al que quieren hacer pasar como un personaje mítico en el relato de los combates patrios? Parece una verdad de Perogrullo: el soldado fue solamente ‘carne de cañón’…y nada más.
En la época de Rosas, y hay que decirlo, muy pocos milicianos y soldados fueron considerados por sus superiores y por lo que han hecho. Francisco Zeballos, el captor del general unitario José María Paz fue, por esta extraordinaria acción, uno de ellos. Sin embargo, no hay certezas sobre su fecha de nacimiento, ni en qué momento decidió tomar el camino de las armas, como tampoco se sabe nada acerca de su familia o de su lugar de origen.
El tiro de boleadoras que le propinó a Paz el 10 de mayo de 1831, en el paraje El Tío, provincia de Córdoba, es la única referencia que encontramos de este gaucho que modificó, con un acto campestre y criollísimo, buena parte de los acontecimientos políticos de la primera mitad del siglo XIX. Mereció la prisión del “manco” Paz el festejo en la ciudad de Buenos Aires, metrópoli que, teñida de color punzó, hizo numerosas y vivas demostraciones de fervor y alegría. Tanto fue así que, en la Catedral metropolitana, en la misa celebrada el 3 de febrero de 1832, algunos hombres porteños comenzaron a lucir el cintillo federal en sus pechos, dando el fundamento necesario para que Juan Manuel de Rosas, ese mismo día, firme un decreto obligando su uso en pos de la causa del orden y el patriotismo.
EL RELATO DE LA CAPTURA
Francisco Zeballos se había incorporado como soldado en el ejército santafecino del brigadier general Estanislao López, federal y amigo del general Rosas, revistando en un Escuadrón que estaba bajo las órdenes del capitán Esteban Acosta, hombre este de la División del comandante Reynafé.
Durante el año 1831, Zeballos fue parte de la avanzada de los ejércitos federales que se adentraron en la provincia de Córdoba para expulsar y, en lo posible, darle muerte al general José María Paz. Nunca imaginó que podía llegar a ser el protagonista de su captura en mayo de ese mismo año, y menos todavía en circunstancias tan sorpresivas e inimaginables. En sus Memorias, Paz se refiere al momento en que su caballo fue boleado, antes de ser tomado prisionero:
“El ordenanza que mandé no volvió, y la causa fue que, habiendo dado con los enemigos, fue perseguido por éstos y escapó, pero tomando otra dirección, de modo que nada supe. Mientras tanto seguía yo la senda, y viendo la tardanza del ordenanza y del oficial que había mandado buscar, e impaciente, por otra parte, porque se aproximaba la noche y se me escapaba un golpe seguro a los enemigos, mandé al oficial que iba conmigo, que era el teniente Arana, con el mismo mensaje que había llevado mi ordenanza, pero recuerdo que se lo encarecí más, y le recomendé la precaución. Se adelantó Arana y yo continué tras él mi camino; ya estábamos a la salida del bosque; ya los tiros estaban sobre mí; ya por bajo la copa de los últimos arbolillos distinguía a muy corta distancia los caballos, sin percibir aún los jinetes; ya, al fin, los descubrí del todo, sin imaginar siquiera que fuesen enemigos y dirigiéndome siempre a ellos.
En este estado, vi al teniente Arana que lo rodeaban muchos hombres, a quienes decía a voces: allí está el general Paz, aquél es el general Paz, señalándome con la mano; lo que robustecía la persuasión en que estaba de que aquella tropa era mía. Sin embargo, vi en aquellos momentos una acción que me hizo sospechar lo contrario, y fue que vi levantados, sobre la cabeza de Arana, uno o dos sables, en acto de amenaza. Mil ideas confusas se agolparon en mi imaginación; ya se me ocurrió que podían haber desconocido los nuestros; ya que podía ser un juego o chanza, común entre militares; pero vinieron en fin, a dar vigor a mis primeras sospechas, las persuasiones del paisano que me servía de guía, para que huyese, porque creía firmemente que eran enemigos. Entretanto, ya se dirigía a mí aquella turba, y casi me tocaba, cuando, dudoso aún, volví las riendas a mi caballo y tomé un galope tendido. Entre multitud de voces que me gritaban que hiciera alto, oía con la mayor distinción una que gritaba a mi inmediación: párese mi General; no le tiren que es mi General; no duden que es mi General; y otra vez, párese mi General. Este incidente volvió a hacer renacer en mí la primera persuasión, de que era gente mía la que me perseguía, desconociéndome, quizá, por la mudanza de traje. En medio de esta confusión, de conceptos contrarios y ruborizándome de aparecer fugitivo de los míos, delante de la columna que había quedado ocho o diez cuadras atrás, tiré las riendas a mi caballo y, moderando en gran parte su escape, volví la cara para cerciorarme: en tal estado fue que uno de los que me perseguían, con un acertado tiro de bolas, dirigido de muy cerca, que inutilizó a mi caballo, me impidió continuar la retirada. Este se puso a dar terribles corcovos, con que mal de mi grado me hizo venir a tierra.
En el mismo momento me vi rodeado por doce o catorce hombres que me apuntaban sus carabinas, y que me intimaban que me rindiese; y debo confesar que aun en este instante no había depuesto del todo mis dudas sobre la clase de hombres que me atacaban, y les pregunté con repetición quiénes eran y a qué gente pertenecían; mas duró poco el engaño, y luego supe que eran enemigos, y que había caído del modo más inaudito en su poder. No podía dar un paso, ninguna defensa me era posible, fuerza alguna de la que me pertenecía se presentaba por allí; fue, pues, preciso resignarme y someterme a mi cruel destino”.
EL GAUCHO ZEBALLOS TRAS LA HAZAÑA
Allí lo tenemos, entonces, al soldado de Estanislao López atrapando a uno de los más brillantes generales de los ejércitos unitarios de todos los tiempos, en un paraje inhóspito de la provincia de Córdoba, rodeado únicamente de árboles y pastizales.
La novedad corre rápidamente, y el general López le manda decir al brigadier general Rosas, en Parte del 12 de mayo de 1831, que tenía “la satisfacción de comunicar a V. E. el suceso tan pausible [sic] como inesperado que tuvo lugar en la tarde de anteayer. Una partida avanzada de 70 hombres de la milicia de Santa Rosa, que se halla incorporada a la división del Comandante Reynafé se acercó al costado del Ejército enemigo, que marchaba a las inmediaciones de la Estancia de D. Dámaso Álvarez, tres leguas al oeste de la Villa de Santa Rosa, y a la distancia de ocho cuadras de allí sacó prisionero al General en Jefe Don José María Paz, quedando muerto en la escaramuza el Teniente Don Raymundo Arana y dispersa la escolta”.
Con esta importantísima captura, la provincia cordobesa volvía nuevamente a manos federales, y se daba término a la amenaza unitaria en el interior de la patria. El Restaurador podía ahora finalizar su primer gobierno bonaerense de forma relativamente tranquila y, acto seguido, emprender la Expedición al Desierto.
¿Qué fue de la vida del soldado gaucho Francisco Zeballos? Ocurren dos cosas. Primero, la felicitación del gobernador de Santa Fe, Estanislao López, quien en carta dirigida también a Rosas el mismo día que el Parte anterior, pone que “El Soldado Francisco Zeballos, a cuyo brazo debemos presa tan importante, remite como prueba de su estimación, aunque no tiene el gusto de conocerlo el fiador y manea que usaba el Protector (Paz), y las bolas con que le sujetó el caballo”. Los objetos capturados al “manco” Paz son ahora reliquias históricas, lo mismo las boleadoras que le han dado caza.
En segundo lugar, Zeballos fue ascendido al grado de capitán de la Milicia Patricia de Caballería del Ejército Federal Confederado, que mandaba el general santafecino López. Como buen gaucho no dejó la lucha por los honores, y por eso se halló dos años más tarde, el 14 de julio de 1833, en la batalla de Piedra Blanca, provincia de Córdoba, donde cayó muerto en combate.
El cancionero federal, una de las más lindas tradiciones orales que nos ha llegado hasta nuestros días, le regaló al soldado gaucho Zeballos estos versos que cuentan, con sencillez y emoción, la hazaña que protagonizó aquel 10 de mayo de 1831, cuando con sus boleadoras derribó el caballo del general Paz y restableció, aunque de forma circunstancial, el sistema federal en las provincias del interior argentino:
“VIVA ESE GAUCHO ZEBALLOS
Viva el soldado Zeballos/ que al manco lo sujetó,/ con un buen tiro de bolas/ contra la tierra lo dio.
Viva ese gaucho Zeballos/ que al manco aprisionó,/ con un buen tiro de bolas/ a su caballo bolió.”
Por Tigre Capiango
Francisco Zeballos se había incorporado como soldado en el ejército santafecino del brigadier general Estanislao López, federal y amigo del general Rosas, revistando en un Escuadrón que estaba bajo las órdenes del capitán Esteban Acosta, hombre este de la División del comandante Reynafé.
Durante el año 1831, Zeballos fue parte de la avanzada de los ejércitos federales que se adentraron en la provincia de Córdoba para expulsar y, en lo posible, darle muerte al general José María Paz. Nunca imaginó que podía llegar a ser el protagonista de su captura en mayo de ese mismo año, y menos todavía en circunstancias tan sorpresivas e inimaginables. En sus Memorias, Paz se refiere al momento en que su caballo fue boleado, antes de ser tomado prisionero:
“El ordenanza que mandé no volvió, y la causa fue que, habiendo dado con los enemigos, fue perseguido por éstos y escapó, pero tomando otra dirección, de modo que nada supe. Mientras tanto seguía yo la senda, y viendo la tardanza del ordenanza y del oficial que había mandado buscar, e impaciente, por otra parte, porque se aproximaba la noche y se me escapaba un golpe seguro a los enemigos, mandé al oficial que iba conmigo, que era el teniente Arana, con el mismo mensaje que había llevado mi ordenanza, pero recuerdo que se lo encarecí más, y le recomendé la precaución. Se adelantó Arana y yo continué tras él mi camino; ya estábamos a la salida del bosque; ya los tiros estaban sobre mí; ya por bajo la copa de los últimos arbolillos distinguía a muy corta distancia los caballos, sin percibir aún los jinetes; ya, al fin, los descubrí del todo, sin imaginar siquiera que fuesen enemigos y dirigiéndome siempre a ellos.
En este estado, vi al teniente Arana que lo rodeaban muchos hombres, a quienes decía a voces: allí está el general Paz, aquél es el general Paz, señalándome con la mano; lo que robustecía la persuasión en que estaba de que aquella tropa era mía. Sin embargo, vi en aquellos momentos una acción que me hizo sospechar lo contrario, y fue que vi levantados, sobre la cabeza de Arana, uno o dos sables, en acto de amenaza. Mil ideas confusas se agolparon en mi imaginación; ya se me ocurrió que podían haber desconocido los nuestros; ya que podía ser un juego o chanza, común entre militares; pero vinieron en fin, a dar vigor a mis primeras sospechas, las persuasiones del paisano que me servía de guía, para que huyese, porque creía firmemente que eran enemigos. Entretanto, ya se dirigía a mí aquella turba, y casi me tocaba, cuando, dudoso aún, volví las riendas a mi caballo y tomé un galope tendido. Entre multitud de voces que me gritaban que hiciera alto, oía con la mayor distinción una que gritaba a mi inmediación: párese mi General; no le tiren que es mi General; no duden que es mi General; y otra vez, párese mi General. Este incidente volvió a hacer renacer en mí la primera persuasión, de que era gente mía la que me perseguía, desconociéndome, quizá, por la mudanza de traje. En medio de esta confusión, de conceptos contrarios y ruborizándome de aparecer fugitivo de los míos, delante de la columna que había quedado ocho o diez cuadras atrás, tiré las riendas a mi caballo y, moderando en gran parte su escape, volví la cara para cerciorarme: en tal estado fue que uno de los que me perseguían, con un acertado tiro de bolas, dirigido de muy cerca, que inutilizó a mi caballo, me impidió continuar la retirada. Este se puso a dar terribles corcovos, con que mal de mi grado me hizo venir a tierra.
En el mismo momento me vi rodeado por doce o catorce hombres que me apuntaban sus carabinas, y que me intimaban que me rindiese; y debo confesar que aun en este instante no había depuesto del todo mis dudas sobre la clase de hombres que me atacaban, y les pregunté con repetición quiénes eran y a qué gente pertenecían; mas duró poco el engaño, y luego supe que eran enemigos, y que había caído del modo más inaudito en su poder. No podía dar un paso, ninguna defensa me era posible, fuerza alguna de la que me pertenecía se presentaba por allí; fue, pues, preciso resignarme y someterme a mi cruel destino”.
EL GAUCHO ZEBALLOS TRAS LA HAZAÑA
Allí lo tenemos, entonces, al soldado de Estanislao López atrapando a uno de los más brillantes generales de los ejércitos unitarios de todos los tiempos, en un paraje inhóspito de la provincia de Córdoba, rodeado únicamente de árboles y pastizales.
La novedad corre rápidamente, y el general López le manda decir al brigadier general Rosas, en Parte del 12 de mayo de 1831, que tenía “la satisfacción de comunicar a V. E. el suceso tan pausible [sic] como inesperado que tuvo lugar en la tarde de anteayer. Una partida avanzada de 70 hombres de la milicia de Santa Rosa, que se halla incorporada a la división del Comandante Reynafé se acercó al costado del Ejército enemigo, que marchaba a las inmediaciones de la Estancia de D. Dámaso Álvarez, tres leguas al oeste de la Villa de Santa Rosa, y a la distancia de ocho cuadras de allí sacó prisionero al General en Jefe Don José María Paz, quedando muerto en la escaramuza el Teniente Don Raymundo Arana y dispersa la escolta”.
Con esta importantísima captura, la provincia cordobesa volvía nuevamente a manos federales, y se daba término a la amenaza unitaria en el interior de la patria. El Restaurador podía ahora finalizar su primer gobierno bonaerense de forma relativamente tranquila y, acto seguido, emprender la Expedición al Desierto.
¿Qué fue de la vida del soldado gaucho Francisco Zeballos? Ocurren dos cosas. Primero, la felicitación del gobernador de Santa Fe, Estanislao López, quien en carta dirigida también a Rosas el mismo día que el Parte anterior, pone que “El Soldado Francisco Zeballos, a cuyo brazo debemos presa tan importante, remite como prueba de su estimación, aunque no tiene el gusto de conocerlo el fiador y manea que usaba el Protector (Paz), y las bolas con que le sujetó el caballo”. Los objetos capturados al “manco” Paz son ahora reliquias históricas, lo mismo las boleadoras que le han dado caza.
En segundo lugar, Zeballos fue ascendido al grado de capitán de la Milicia Patricia de Caballería del Ejército Federal Confederado, que mandaba el general santafecino López. Como buen gaucho no dejó la lucha por los honores, y por eso se halló dos años más tarde, el 14 de julio de 1833, en la batalla de Piedra Blanca, provincia de Córdoba, donde cayó muerto en combate.
El cancionero federal, una de las más lindas tradiciones orales que nos ha llegado hasta nuestros días, le regaló al soldado gaucho Zeballos estos versos que cuentan, con sencillez y emoción, la hazaña que protagonizó aquel 10 de mayo de 1831, cuando con sus boleadoras derribó el caballo del general Paz y restableció, aunque de forma circunstancial, el sistema federal en las provincias del interior argentino:
“VIVA ESE GAUCHO ZEBALLOS
Viva el soldado Zeballos/ que al manco lo sujetó,/ con un buen tiro de bolas/ contra la tierra lo dio.
Viva ese gaucho Zeballos/ que al manco aprisionó,/ con un buen tiro de bolas/ a su caballo bolió.”
Por Tigre Capiango
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